sábado, septiembre 13, 2008

Dies irae, dies illa

Movió la cabeza en un rápido movimiento, repetitivo y constante, mordiéndose las uñas hasta el punto de desgarrarse la carne, descarnándose los dedos con los ojos abiertos como platos, engullidos en la nada y la boca repiqueteando al son del frío que ni siquiera se molestaba en sentir.

La piel se le iba quedando entre los dientes de un modo más que desagradable y sus dedos descarnados, destrozados en carne viva palpitaban al son de cada latido tan solo con el rozar de la brisa.

Ahora se dedicaba a rascarse compulsivamente los gemelos dibujando cada uña una fina línea blanca que poco a poco va pasando a ser roja. Sus manos se movían mostrando las uñas como garras de un animal salvaje en un incesante movimiento agarrotado, reptante y compulsivo, era imposible pensar en detenerse, de hecho, era imposible no pensar en ello una y otra vez y cuando más lo pensaba más se enfurecía y el movimiento se volvía más y más violento hasta el punto de que la sangre empezara a gotear junto con el grito que nacía en la garganta, se ahogaba en la boca hasta morir finalmente en sus labios y esa mudez era la culpable de que ahora se le antojara que tenía la boca cosida y una mano ensangrentada y despellejada se la empezó a pasar por los labios, manchándoselos del rojo carmín de la sangre.

De súbito, en un falso arranque de lucidez se puso en pie tan rápido como pudo para avanzar unos pasos tomando a Murray entre sus manos, quedando este a su vez teñido en su propia sangre con lo cual, una sonrisa malévola pareció dibujarse incluso en un rostro sin labios.

Anduvo no mucho rato, el suficiente para encontrar un objeto punzante, ¿lo encontraría allí? Unas tijeras, un cuchillo de carnicero quizá...

Cualquier cosa le valía para llevar a cabo su objetivo suicida porque aunque pareciera calmada ahora su interior era una encrucijada de las más terribles sensaciones humanas y no humanas. La pequeña psicópata megalómana ezquizofrénica buscaba algo con lo que ayudarse y esperaba encontrarlo no lejos de allí.

Hubo de cruzar un río y ni siquiera el agua gélida la sacó de su trance, era imposible despertar una mente muerta, imposible querer despertar algún atisbo de cordura en un corazón podrido: carecía de la empatía necesaria para comportarse como debiera una señorita y era incapaz de aceptar las ideas preconcebidas del mundo. En su cabeza una sola fijación, una obsesión constante y reiterada, repetitiva en extremo le taladraba la cabeza.

Presa de la frustración la tomó con sus brazos, la mano derecha rasgaba el izquierdo y la siniestra a su vez su brazo derecho. Así fuertemente, con toda la uña al descubierto se rascó y rascó, arañó hasta lo más profundo y no paró hasta que la sangre brotó como si buscara queriendo vaciarse el corazón.

Entró en el camposanto atravesando las típicas verjas chirrantes sacadas de una película mala de terror, el recinto sagrado donde en el suelo yacía una cruz metálica de las que se usan para marcar la tumba de algún desgraciado y le vino de perlas puesto que la punta era lo suficientemente afilada como para clavarla en la tierra sin que siquiera las lluvias la arrastraran. La sujetó con ambas manos, primero se deleitó torturándose con el extremo afilado por el cuello y después quiso intentar morir clavándosela en el estómago a plena luz de luna. El invento no funcionó, no estaba muerta, se despertó tras no se sabe cuando rato en un charco de sangre, yacía tirada en el suelo con el cuerpo empapado, pero había despertado, "¿porqué?" se preguntaba mientras clavaba sus ojos debilitados en las cuencas vacías de Murray, el cual parecía mirarla desde su posición en el suelo, empapado en su propia sangre "porque tú, ya estás muerta" sonó como trompetas celestiales en su mente de la mano de la divina providencia.

En efecto su propia conciencia, la que la torturaba con esa bipolaridad le había respondido, es decir, se había respondido a si misma porque estaba pirada y sufría de doble -o triple- personalidad.

Era surrealista ver una niña con una cruz metálica de hierro forjado atravesándola de lado a lado, tirada en el suelo empapada en su propio charco de sangre y justo frente a su cara a unos cuatro palmos una calavera de niño frente a si. Permaneció así cual sirena varada en una playa sin nombre y ni siquiera brotaron lágrimas en sus ojos, cuan triste escena, ni un grito, ni una lágrima, solo silencio...el silencio sepulcral de la muerte.

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